Sustraerse a la estupidez imperante es
necesario, aunque resulte tarea de dioses. El escaparate se ha convertido en el
espacio central de esta sociedad, si bien este espacio no tiene una ubicación
física determinada, ya que tiene una topología de índole eminentemente
simbólica, sin posibilidad de fijación ni de concreción.
La
realidad tiende a convertirse en un escenario que se ve, o, por mejor decir,
que se mira. Todo se torna imagen y diseño (autodiseño, autorreferencialidad), es el mundo de la representación,
es el mundo del espectáculo, donde nosotros, la gran mayoría, nos convertimos,
o nos convierten, en voyers o, por ser más precisos, en autovoyers (los paradigmas son el selfie e instagram).
Esta
situación es consecuencia del proceso de hipersimbolización que caracteriza a
esta modernidad tardía en que nos encontramos. Estamos en una sociedad
predominantemente icónica, donde lo real se disuelve o se esconde tras el
símbolo, que es el protagonista principal, tal vez lo real hoy sea lo
imaginario. De tal suerte que “las cosas” no son sino que representan, siendo
esto último lo “importante”. Lo simbólico se desentiende de aquello a lo que se
refiere, adquiriendo plena autonomía y presentándose como lo hegemónico, lo que
posee valor, incluso lo que da carácter de realidad.
Asistimos
a un mundo, nuestro mundo, donde la realidad, lo físico-material,
adelgaza, disminuye, tendiendo a desaparecer, para que emerja lo simbólico, lo imaginario, aquello que no tiene materialidad, que es puro signo (la imagen, la foto, el relato metasimbólico...).
Todo
ello afecta a los distintos ámbitos: el psicológico, el social, el económico, el político, el
cultural, etc.
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