En muchas ocasiones el
pasado se arrastra como un fardo pesado que dificulta el movimiento. Los
fantasmas y las realidades se cargan a la espalda y nos doblan el espinazo.
Nos pasamos la vida sopesando qué es lo correcto y lo incorrecto, qué está bien
y qué está mal. La narración siempre es la misma porque somos prisioneros del
constante cotejo de lo que hay y de lo que podría haber, de lo hecho y lo
omitido, de lo que se tiene y se podría tener; en último término de lo que "se
es" y de lo
que se podría ser, o, más exactamente, de lo que se podría haber sido.
Éste
es un proceso estéril, pero nada infrecuente, que no conduce a ninguna parte. Y es así porque se ha
partido de premisas inciertas, como que hay un puzzle por construir, cuando lo
que sucede en realidad es que nunca se acaba de configurar, siempre faltan
piezas. O, tal vez, muy probablemente, no exista ningún puzzle, o ni tan siquiera sea necesario.
Todas estas creencias es frecuente que dejen un poso de falsedad, de inautenticidad, de estar en un doble
plano (uno verdadero y otro falso). Pero esto también responde a la necesidad de
acudir a las “tablas de la ley sagrada” para verificar el grado de cumplimiento
de nuestras vidas con relación a lo que hay que hacer, a lo que se debe hacer,
a lo preasignado desde instancias que se nos escapan, que pertenecen a lo incorporado al deber ser y a nuestro punto ciego, la sombra.
El
sentimiento de pérdida es a veces más fuerte debido a que sentimos que con lo
perdido se nos pierde una parte de nosotros. De nuevo está la historia, nuestro
pasado.
Y, lo más curioso, es que todo esto obedece a una construcción puramente mental, imaginal. Pero para nosotros las creencias tienen una base sólida, de consistencia, que nos impide ver, sentir, vivir y estar en lo real. De modo, que son esas mismas creencias las que tapan la realidad.
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