(Texto escrito en 2005)
El juego de equivalencias y conjugaciones entre los verbos ser/obtener/parecer/representar sustancian el funcionamiento de las prácticas de consumo en el momento presente. La importancia estructural de dichas prácticas de consumo es tal que inunda otros muchos ámbitos de la sociedad actual, hasta llegar a convertir el consumo en uno de los ejes fundamentales, sino el fundamental, sobre el que se asienta el modelo social actual, de tal modo que incide en la conformación de la identidad del sujeto.
El juego de equivalencias y conjugaciones entre los verbos ser/obtener/parecer/representar sustancian el funcionamiento de las prácticas de consumo en el momento presente. La importancia estructural de dichas prácticas de consumo es tal que inunda otros muchos ámbitos de la sociedad actual, hasta llegar a convertir el consumo en uno de los ejes fundamentales, sino el fundamental, sobre el que se asienta el modelo social actual, de tal modo que incide en la conformación de la identidad del sujeto.
Antes
de entrar en el análisis y desarrollo de lo expuesto más arriba, es necesario
realizar algunas consideraciones previas que coadyuvan a una mejor comprensión
de este fenómeno.
La
historia del consumo ha ido modificando tanto sus formas de manifestarse como
su propio significado, incluso el sentido del mismo. Pero aquí no se trata de
hacer un recorrido por las distintas fases que ha tenido, sino de entender su
morfología actual y las consecuencias que tiene. Para lo cual es menester
ponerlo en relación con el marco social en el que estamos inmersos.
Una
de las características que mejor definen el mundo en el que nos encontramos es
el de la consolidación de la hegemonía de la producción simbólica como elemento
fundamental en el diseño y fabricación de todo tipo de objetos de consumo. Es
decir, que la presentación en sociedad, en este caso en el mercado, de
cualquier producto ha de ir acompañado de valores/símbolos asociados al mismo,
de tal modo que cuasi su “auténtico” valor añadido reside en las
representaciones simbólicas que “tiene”, las cuales movilizan cargas
emocionales en los sujetos. Este uso y abuso de lo simbólico asociado a los
objetos de consumo ha devenido en una hipersimbolización, de tal modo que están
produciendo cambios importantes en los procesos cognitivos y actitudinales de
los sujetos. El símbolo se transmuta en realidad fáctica en sí mismo, y se
independiza de lo que representa. Estamos inmersos en un espacio dominado por
lo icónico.
Mostrando
lo que se plantea en niveles más concretos, se constata que el proceso de
consumo no está centrado, tanto desde la perspectiva del consumidor como desde
la del fabricante/oferente/anunciante, en objetos, tampoco ya en marcas con sus
valores asociados, lo está en estilos de vida y en la importancia que tienen,
desde aspectos como el prestigio o el status, en el imaginario colectivo. Ahora
bien, la conformación de ese imaginario se ha ido construyendo obviamente desde
los procesos hegemónicos de legitimación y poder simbólicos.
La
postmodernidad basa su configuración, entre otros aspectos, en el
descentramiento (político, social y económico), la desregulación (laboral,
mercantil y normativa), la desinstitucionalización (política y social) y la
atomización (social y simbolico-religiosa). Consecuencias todas ellas de la
globalización o mundialización actual. Este panorama nuevo que se dibuja está
generando cambios profundos en “el mundo de vida” de los sujetos, aunque
todavía es pronto para establecer conclusiones de cierto calado.
El
mercado ha canibalizado los ámbitos político, social y cultural,
constituyéndose en el tótem de esta tardo-modernidad. Su ubicación
espacio-temporal cada vez es más difícil de fijar debido a que una de sus características
principales es su constante dinamismo, hasta tal punto que acaba convirtiéndose
en una entelequia. La preeminencia del capital financiero en detrimento del
industrial, su permanente movilidad, su capacidad para adentrarse en
territorios y ámbitos hasta ayer ajenos al mismo, para derribar barreras que
hace relativamente poco tiempo eran infranqueables, hasta el punto de que hoy
ya no existen obstáculos que no pueda superar, todo ello lo convierte en algo
incontrolable y, por ende, le otorga una fuerza que hoy por hoy resulta
imparable.
Por
ello el consumo ha adquirido el protagonismo que hoy posee. Este protagonismo
no sólo se basa en su práctica extensiva, sino en los perfiles que adopta
actualmente. Con ello, lo que se quiere manifestar es que el consumo es algo
históricamente consolidado, de tal modo que se ha denominado a períodos
pretéritos recientes como “sociedad de consumo de masas”, incluso todavía hoy
se utiliza este concepto como rasgo distintivo principal, pero sus prácticas y
su mundo de significados y sentido han cambiado de forma significativa. Cuando
se habla de prácticas de consumo se hace referencia al conjunto de aspectos que
intervienen en todo el proceso de consumo: desde el diseño y fabricación del
producto, formación del concepto producto objeto de consumo, desarrollo de sus
propiedades, valores asociados y representaciones que genera, segmentación de
públicos (distintos mercados y distintos mensajes asociados a la adecuación de
los públicos, de distintos públicos que la propia oferta produce), creación de
las características de la demanda y del diseño y estrategia del argumentario
sobre el producto/marca (mundo de la mercadotecnia, de la comunicación, etc.),
desarrollo motivacional para generar deseo de compra-consumo, distribución y
puntos de venta, proceso de compra, hasta el acto final del consumo y lo que
representa para el consumidor.
Pero
el consumo hoy es algo más que ese proceso de uso y/o fagocitación de un
producto que compramos en el mercado.
Es una práctica social que se ha extendido a otras muchas áreas. Sirva como ejemplo
el mundo de la política, donde “consumimos” partidos políticos, idearios programáticos
y candidatos a la hora de votar, ya que la elección del voto es un acto de
consumo más, y ello se debe a que los partidos políticos se presentan bajo
criterios similares a los que se utilizan en la oferta de una mercancía, sus
estrategias de captación de votos se constituyen desde criterios de
mercadotecnia, con todos los ingredientes que entran a formar parte del
escenario del mercado.
En
definitiva el consumo se ha consolidado como una práctica social que atraviesa
muchos ámbitos, tras un recorrido hacia su
implantación cada vez más sofisticado a la vez que más “naturalizado”.
Hoy ya no podemos atribuir el mismo significado que el de hace tan sólo unas décadas, hoy hablar de consumo es adentrarnos
en el meta-consumo, pieza clave del entramado cultural en el que vivimos. Lo
importante no es ya sólo lo que consumimos, sino cómo lo hacemos, en qué
momento, en qué escenarios sociales y qué significado adquiere dentro del
conjunto de procesos de consumo que forman parte de nuestro “mundo de vida”.
Antes
de continuar es pertinente definir lo que se quiere señalar como práctica social, para comprender bien la
contextualización del tema que aquí se aborda. Por tal concepto se entiende el
conjunto de actos, actitudes, valores, creencias y hábitos de comportamiento de
instituciones, grupos e individuos que cristalizan en un contexto social y
cultural concreto.
En
la medida en que el consumo ha pasado de ser un hecho puntual y concreto a
convertirse en un modo de pensar, entender, sentir y relacionarse con el mundo,
a ser pieza clave del marco social y cultural en el que estamos, se puede
afirmar con total solvencia que este fenómeno hay que entenderlo y analizarlo
desde la perspectiva de lo que significa una práctica social.
Las
causas que han generado esta nueva realidad hay que buscarlas en los procesos
de legitimación y dominación que el mercado ha desarrollado hasta implantarse
como realidad cuasi única, de manera que ocupa un espacio central sobre el que
se vertebra todo el sistema.
Dichos procesos de legitimación y
consolidación han cristalizado a partir de la creación de unos discursos
construidos a través de ideologemas, que han devenido en producción de
realidad. Hoy el mercado no es sólo el ámbito de consumo de mercancías, es
también, y sobre todo, la matriz de los significados y los vectores de sentido
que constituyen nuestras vidas: no sólo ofrecen productos, también dictan lo
que está bien y está mal (ámbito de la ética), lo que es bello y feo (ámbito de
la estética), incluso lo que es verdadero y falso (ámbito de la ciencia).
Por
tanto, el mercado, además de ser el espacio de las mercancías, es “el
parlamento” que transmite/impone una visión
del mundo y que es creador de
realidad. En definitiva, es el gran generador de discursos (de significación
y de sentido), los cuales se caracterizan por poseer una gran fragmentación y,
lo que es más relevante, por la ausencia del sujeto de la enunciación (opacidad
del emisor).
Asimismo,
el consumo entendido como práctica social se ha convertido en un eje básico de
lo que ahora se denomina “estilos de vida” (concepto asimilado por P.Bordieu en
su término “hábitus”), de forma que consumimos
consumo, adentrándonos de nuevo en el ámbito del meta-consumo. Además de
que, visto desde otro ángulo, el consumidor es consumido por el propio
escenario del mercado, con su puesta en funcionamiento de significantes y
significados, símbolos, iconos, representaciones de valores que se adscriben al
mundo de las mercancías, así como de modelos sociales de referencia
incorporados a un tipo de consumo, etc. Asistimos a la peculiaridad de que los
productos/marcas hablan por sí mismos, tienen propiedades de sujeto, son ellos
los que ponen en circulación los mensajes, sus “personalidades”, incluso los
sentimientos y emociones que poseen. Todo queda sujeto a un juego de espejos
donde los ejes se invierten, como le sucede a Alicia en la obra de L. Caroll.
Es indudable que esta situación ha de traer, y ya está trayendo, cambios
importantes en los individuos, en sus procesos cognitivos, actitudinales,
incluso anímicos.
Este
proceso imparable obedece en gran medida a que lo que se promueve desde los
anunciantes es movilizar el deseo. Pero se sabe, desde la psicología dinámica
(sobre todo desde el psicoanálisis) que sólo el deseo es deseable y casi nunca
su satisfacción. Por aquí empieza a entenderse una de las piezas claves de las
transformaciones de la configuración de la identidad del sujeto.
Hoy
se detecta un incremento de perplejidad y desconcierto en los individuos, que
se manifiesta como insatisfacción, cuando no como impotencia. Pero no son
capaces de dar respuestas plausibles sobre las razones de ello. Creemos que lo
expuesto más arriba tiene una relación directa con este malestar, sin que se
pueda concluir que sea la única causa de ello.
Lejos
de alcanzar mayores cotas de autonomía el sujeto se comporta de forma más heterónoma.
Su identidad, concepto que habría que analizar y cuestionar en otro momento, se
apoya en anclajes que provienen de un mundo generado por el mercado. La oferta en
forma de promesa de acceso a un mundo idílico, de ensoñación (como ejemplo las
propuestas creativas en la publicidad, utilizando recursos oníricos en forma de
relato y/o de imágenes), la divulgación de que el sujeto puede (y debe) elegir
y diseñar su propia vida (su estilo de vida, su cuerpo, su alimentación, su
curriculum profesional,...) sin que apenas exista impedimento, la pertenencia/adscripción
a un determinado status social en función de su consumo y, en último término,
la autopercepción (y autovaloración) de su imagen, cuya “calidad” viene
condicionada en gran medida por sus criterios y hábitos de consumo; estos
aspectos entre otros fomentan una sociedad compuesta por individuos con escasa
autonomía (tanto en el plano del pensar como del hacer), y con una clara
tendencia al incremento de malestar.
Existe
por tanto una situación social y cultural paradójica: el mercado (y no sólo el
mercado) ha consolidado unos estados de opinión que han cristalizado mediante
la puesta en circulación de discursos que transgrede sus propios ámbitos, y los
individuos lo han interiorizado como algo propio (en forma de proyectos de vida,
valores, criterios morales y éticos, criterios estéticos, etc.). Es el plano
del mundo simbólico, de la hiperrealidad, de la realidad de los símbolos (con
carga emocional). Pero a su vez la “realidad real” es tozuda y se manifiesta en
toda su plenitud, mostrando que existen serias y profundas discordancias entre
el plano del discurso consolidado y el plano de la urdimbre social, de sus
estructuras profundas y de las limitaciones que comporta toda realidad. Estas
discordancias no se manifiestan siempre, más bien casi nunca, en el pensar y
sentir de los sujetos, tan sólo emerge en forma de síntoma (insatisfacción muy
extendida). Esto genera asimismo una
situación paradójica, ya que los individuos critican el mundo en el que viven y
simultáneamente se sienten seducidos por aquello que critican.
En
definitiva, la configuración de la cuestión identitaria de los sujetos se
elabora a partir de parámetros definidos de forma externa a los mismos, sin ser
conscientes muchos de ellos de este hecho, y cuyos resultados trae como
consecuencia que el mundo simbólico del que hemos venido hablando tiene que ver
en última instancia con el mundo de la idealidad (en su doble vertiente: ideal
e idea). Por definición, lo ideal (así como las ideas) se caracteriza por estar
en un plano bien distinto al mundo real, por su ser intangible, por tanto
irrealizable.
Todo
lo aquí expuesto no significa que no sea posible concebir un mayor incremento
de autonomía de los individuos y que estos alcancen mayores cotas de satisfacción.
Pero para ello es fundamental recuperar la lucidez sobre la línea, a veces
difusa, de demarcación entre el mundo real y el mundo simbólico.