COSAS QUE PASAN

27/6/13

El consumo como práctica social

(Texto escrito en 2005)

El juego de equivalencias y conjugaciones entre los verbos ser/obtener/parecer/representar sustancian el funcionamiento de las prácticas de consumo en el momento presente. La importancia estructural de dichas prácticas de consumo es tal que inunda otros muchos ámbitos de la sociedad actual, hasta llegar a convertir el consumo en uno de los ejes fundamentales, sino el fundamental, sobre el que se asienta el modelo social actual, de tal modo que incide en la conformación de la identidad del sujeto.
Antes de entrar en el análisis y desarrollo de lo expuesto más arriba, es necesario realizar algunas consideraciones previas que coadyuvan a una mejor comprensión de este fenómeno.
La historia del consumo ha ido modificando tanto sus formas de manifestarse como su propio significado, incluso el sentido del mismo. Pero aquí no se trata de hacer un recorrido por las distintas fases que ha tenido, sino de entender su morfología actual y las consecuencias que tiene. Para lo cual es menester ponerlo en relación con el marco social en el que estamos inmersos.
Una de las características que mejor definen el mundo en el que nos encontramos es el de la consolidación de la hegemonía de la producción simbólica como elemento fundamental en el diseño y fabricación de todo tipo de objetos de consumo. Es decir, que la presentación en sociedad, en este caso en el mercado, de cualquier producto ha de ir acompañado de valores/símbolos asociados al mismo, de tal modo que cuasi su “auténtico” valor añadido reside en las representaciones simbólicas que “tiene”, las cuales movilizan cargas emocionales en los sujetos. Este uso y abuso de lo simbólico asociado a los objetos de consumo ha devenido en una hipersimbolización, de tal modo que están produciendo cambios importantes en los procesos cognitivos y actitudinales de los sujetos. El símbolo se transmuta en realidad fáctica en sí mismo, y se independiza de lo que representa. Estamos inmersos en un espacio dominado por lo icónico.
Mostrando lo que se plantea en niveles más concretos, se constata que el proceso de consumo no está centrado, tanto desde la perspectiva del consumidor como desde la del fabricante/oferente/anunciante, en objetos, tampoco ya en marcas con sus valores asociados, lo está en estilos de vida y en la importancia que tienen, desde aspectos como el prestigio o el status, en el imaginario colectivo. Ahora bien, la conformación de ese imaginario se ha ido construyendo obviamente desde los procesos hegemónicos de legitimación y poder simbólicos.
La postmodernidad basa su configuración, entre otros aspectos, en el descentramiento (político, social y económico), la desregulación (laboral, mercantil y normativa), la desinstitucionalización (política y social) y la atomización (social y simbolico-religiosa). Consecuencias todas ellas de la globalización o mundialización actual. Este panorama nuevo que se dibuja está generando cambios profundos en “el mundo de vida” de los sujetos, aunque todavía es pronto para establecer conclusiones de cierto calado.
El mercado ha canibalizado los ámbitos político, social y cultural, constituyéndose en el tótem de esta tardo-modernidad. Su ubicación espacio-temporal cada vez es más difícil de fijar debido a que una de sus características principales es su constante dinamismo, hasta tal punto que acaba convirtiéndose en una entelequia. La preeminencia del capital financiero en detrimento del industrial, su permanente movilidad, su capacidad para adentrarse en territorios y ámbitos hasta ayer ajenos al mismo, para derribar barreras que hace relativamente poco tiempo eran infranqueables, hasta el punto de que hoy ya no existen obstáculos que no pueda superar, todo ello lo convierte en algo incontrolable y, por ende, le otorga una fuerza que hoy por hoy resulta imparable.
Por ello el consumo ha adquirido el protagonismo que hoy posee. Este protagonismo no sólo se basa en su práctica extensiva, sino en los perfiles que adopta actualmente. Con ello, lo que se quiere manifestar es que el consumo es algo históricamente consolidado, de tal modo que se ha denominado a períodos pretéritos recientes como “sociedad de consumo de masas”, incluso todavía hoy se utiliza este concepto como rasgo distintivo principal, pero sus prácticas y su mundo de significados y sentido han cambiado de forma significativa. Cuando se habla de prácticas de consumo se hace referencia al conjunto de aspectos que intervienen en todo el proceso de consumo: desde el diseño y fabricación del producto, formación del concepto producto objeto de consumo, desarrollo de sus propiedades, valores asociados y representaciones que genera, segmentación de públicos (distintos mercados y distintos mensajes asociados a la adecuación de los públicos, de distintos públicos que la propia oferta produce), creación de las características de la demanda y del diseño y estrategia del argumentario sobre el producto/marca (mundo de la mercadotecnia, de la comunicación, etc.), desarrollo motivacional para generar deseo de compra-consumo, distribución y puntos de venta, proceso de compra, hasta el acto final del consumo y lo que representa para el consumidor.
Pero el consumo hoy es algo más que ese proceso de uso y/o fagocitación de un producto que compramos en el mercado. Es una práctica social que se ha extendido a otras muchas áreas. Sirva como ejemplo el mundo de la política, donde “consumimos” partidos políticos, idearios programáticos y candidatos a la hora de votar, ya que la elección del voto es un acto de consumo más, y ello se debe a que los partidos políticos se presentan bajo criterios similares a los que se utilizan en la oferta de una mercancía, sus estrategias de captación de votos se constituyen desde criterios de mercadotecnia, con todos los ingredientes que entran a formar parte del escenario del mercado.
En definitiva el consumo se ha consolidado como una práctica social que atraviesa muchos ámbitos, tras un recorrido hacia su  implantación cada vez más sofisticado a la vez que más “naturalizado”. Hoy ya no podemos atribuir el mismo significado  que el de hace tan sólo unas décadas, hoy hablar de consumo es adentrarnos en el meta-consumo, pieza clave del entramado cultural en el que vivimos. Lo importante no es ya sólo lo que consumimos, sino cómo lo hacemos, en qué momento, en qué escenarios sociales y qué significado adquiere dentro del conjunto de procesos de consumo que forman parte de nuestro “mundo de vida”.
Antes de continuar es pertinente definir lo que se quiere señalar  como práctica social, para comprender bien la contextualización del tema que aquí se aborda. Por tal concepto se entiende el conjunto de actos, actitudes, valores, creencias y hábitos de comportamiento de instituciones, grupos e individuos que cristalizan en un contexto social y cultural concreto.
En la medida en que el consumo ha pasado de ser un hecho puntual y concreto a convertirse en un modo de pensar, entender, sentir y relacionarse con el mundo, a ser pieza clave del marco social y cultural en el que estamos, se puede afirmar con total solvencia que este fenómeno hay que entenderlo y analizarlo desde la perspectiva de lo que significa una práctica social.
Las causas que han generado esta nueva realidad hay que buscarlas en los procesos de legitimación y dominación que el mercado ha desarrollado hasta implantarse como realidad cuasi única, de manera que ocupa un espacio central sobre el que se vertebra todo el sistema.
Dichos procesos de legitimación y consolidación han cristalizado a partir de la creación de unos discursos construidos a través de ideologemas, que han devenido en producción de realidad. Hoy el mercado no es sólo el ámbito de consumo de mercancías, es también, y sobre todo, la matriz de los significados y los vectores de sentido que constituyen nuestras vidas: no sólo ofrecen productos, también dictan lo que está bien y está mal (ámbito de la ética), lo que es bello y feo (ámbito de la estética), incluso lo que es verdadero y falso (ámbito de la ciencia).
Por tanto, el mercado, además de ser el espacio de las mercancías, es “el parlamento” que transmite/impone una visión del mundo y que es creador de realidad. En definitiva, es el gran generador de discursos (de significación y de sentido), los cuales se caracterizan por poseer una gran fragmentación y, lo que es más relevante, por la ausencia del sujeto de la enunciación (opacidad del emisor).
Asimismo, el consumo entendido como práctica social se ha convertido en un eje básico de lo que ahora se denomina “estilos de vida” (concepto asimilado por P.Bordieu en su término “hábitus”), de forma que consumimos consumo, adentrándonos de nuevo en el ámbito del meta-consumo. Además de que, visto desde otro ángulo, el consumidor es consumido por el propio escenario del mercado, con su puesta en funcionamiento de significantes y significados, símbolos, iconos, representaciones de valores que se adscriben al mundo de las mercancías, así como de modelos sociales de referencia incorporados a un tipo de consumo, etc. Asistimos a la peculiaridad de que los productos/marcas hablan por sí mismos, tienen propiedades de sujeto, son ellos los que ponen en circulación los mensajes, sus “personalidades”, incluso los sentimientos y emociones que poseen. Todo queda sujeto a un juego de espejos donde los ejes se invierten, como le sucede a Alicia en la obra de L. Caroll. Es indudable que esta situación ha de traer, y ya está trayendo, cambios importantes en los individuos, en sus procesos cognitivos, actitudinales, incluso anímicos.
Este proceso imparable obedece en gran medida a que lo que se promueve desde los anunciantes es movilizar el deseo. Pero se sabe, desde la psicología dinámica (sobre todo desde el psicoanálisis) que sólo el deseo es deseable y casi nunca su satisfacción. Por aquí empieza a entenderse una de las piezas claves de las transformaciones de la configuración de la identidad del sujeto.
Hoy se detecta un incremento de perplejidad y desconcierto en los individuos, que se manifiesta como insatisfacción, cuando no como impotencia. Pero no son capaces de dar respuestas plausibles sobre las razones de ello. Creemos que lo expuesto más arriba tiene una relación directa con este malestar, sin que se pueda concluir que sea la única causa de ello.
Lejos de alcanzar mayores cotas de autonomía el sujeto se comporta de forma más heterónoma. Su identidad, concepto que habría que analizar y cuestionar en otro momento, se apoya en anclajes que provienen de un mundo generado por el mercado. La oferta en forma de promesa de acceso a un mundo idílico, de ensoñación (como ejemplo las propuestas creativas en la publicidad, utilizando recursos oníricos en forma de relato y/o de imágenes), la divulgación de que el sujeto puede (y debe) elegir y diseñar su propia vida (su estilo de vida, su cuerpo, su alimentación, su curriculum profesional,...) sin que apenas exista impedimento, la pertenencia/adscripción a un determinado status social en función de su consumo y, en último término, la autopercepción (y autovaloración) de su imagen, cuya “calidad” viene condicionada en gran medida por sus criterios y hábitos de consumo; estos aspectos entre otros fomentan una sociedad compuesta por individuos con escasa autonomía (tanto en el plano del pensar como del hacer), y con una clara tendencia al incremento de malestar.
Existe por tanto una situación social y cultural paradójica: el mercado (y no sólo el mercado) ha consolidado unos estados de opinión que han cristalizado mediante la puesta en circulación de discursos que transgrede sus propios ámbitos, y los individuos lo han interiorizado como algo propio (en forma de proyectos de vida, valores, criterios morales y éticos, criterios estéticos, etc.). Es el plano del mundo simbólico, de la hiperrealidad, de la realidad de los símbolos (con carga emocional). Pero a su vez la “realidad real” es tozuda y se manifiesta en toda su plenitud, mostrando que existen serias y profundas discordancias entre el plano del discurso consolidado y el plano de la urdimbre social, de sus estructuras profundas y de las limitaciones que comporta toda realidad. Estas discordancias no se manifiestan siempre, más bien casi nunca, en el pensar y sentir de los sujetos, tan sólo emerge en forma de síntoma (insatisfacción muy extendida). Esto  genera asimismo una situación paradójica, ya que los individuos critican el mundo en el que viven y simultáneamente se sienten seducidos por aquello que critican.
En definitiva, la configuración de la cuestión identitaria de los sujetos se elabora a partir de parámetros definidos de forma externa a los mismos, sin ser conscientes muchos de ellos de este hecho, y cuyos resultados trae como consecuencia que el mundo simbólico del que hemos venido hablando tiene que ver en última instancia con el mundo de la idealidad (en su doble vertiente: ideal e idea). Por definición, lo ideal (así como las ideas) se caracteriza por estar en un plano bien distinto al mundo real, por su ser intangible, por tanto irrealizable.

Todo lo aquí expuesto no significa que no sea posible concebir un mayor incremento de autonomía de los individuos y que estos alcancen mayores cotas de satisfacción. Pero para ello es fundamental recuperar la lucidez sobre la línea, a veces difusa, de demarcación entre el mundo real y el mundo simbólico.  

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