Las palabras hacen ruido, a veces resultan ensordecedoras.
Son palabras de indignación, de protesta, de dolor, de justificación, de
consuelo, de envanecimiento, de consejo.
Ese ruido rebota, genera
confusión, empapa el ambiente, inunda el alma.
Pero, ¿ese ruido actúa más allá
de nuestro interior?.
Creo que poco o muy poco. Las
palabras apuntan, designan, señalan, explican, asustan, alegran, nada menos que
todo eso y mucho más, pero no actúan, al menos no en el plano de los hechos, de
lo que está más allá de nuestro “animus”. Si bien, es requisito previo y
fundamental para el actuar.
Nos encontramos con una
situación paradójica: nos pensamos, y mucho, pero no nos vivimos. No porque
no lo deseemos, intuyo que en parte
porque no sabemos y en parte porque no nos atrevemos.
Estamos en ese momento en que
creemos que con decir es suficiente, que los “decires” tienen un efecto y una
incidencia automática en la realidad; operamos con un cierto pensamiento
mágico, como cuando sacaban los santos a pasear para que cesase la lluvia.
Somos libres en el plano del
pensar, pero no en el plano del hacer. ¿Se puede romper esta dinámica?, ¿cómo
conseguirlo?. A la primera pregunta, diré que estoy convencido de que sí, que
se puede; eso sí, se puede ir pudiendo, con las limitaciones propias que impone
lo real. Ello no implica resignación. A la segunda pregunta, diré algo tal vez
excesivamente vago y genérico, pero no por ello menos práctico: se puede desde
la aceptación y el compromiso, tanto con nosotros mismos como con nuestro mundo de
vida.
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