Imaginemos que nada sucede, que
todo es quietud y silencio, que no hay movimiento, ni agitación ni cambio.
Imaginemos, además, que todo es perfecto en la quietud. Imaginemos que todo es
uno, que la fragmentación y división no es más que una creencia que se ha
perpetuado y se ha convertido en hábito (mental), y que cada uno de nosotros
forma parte de esa unidad. Imaginemos que eso que percibimos y llamamos todo es
todo y es nada, siendo ambas cosas la misma realidad.
Imaginemos que todo es eterno,
sin principio ni fin, y que lo es porque es y está fuera del tiempo, en el
no-tiempo. Imaginemos que yo y tú somos la misma realidad, plasmada en
distintas manifestaciones y planos.
Ahora, imaginemos que la
realidad está fragmentada, que el movimiento hace que las cosas cambien, que la
realidad esté sujeta a las leyes del cambio, generando realidades distintas
como consecuencia del transcurrir del tiempo y de los procesos transformadores
que la acción impone. Imaginemos que yo soy diferente, distinto de ti, y que
existe una separación de espacio, de consistencia, de estructura y de
funcionamiento respecto de ti, de todos los demás y de todo lo demás.
Imaginemos que lo que empuja el
cambio son las decisiones y acciones que llevamos a cabo en relación con eso
que percibimos como realidad. Imaginemos que avanzamos o retrocedemos respeto a
criterios generales y universales. Imaginemos que lo que percibimos enlaza con
lo percibido.
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