Las palabras son esos instrumentos que nos permiten
entendernos con los otros y, a veces también, con nosotros mismos; y son a su
vez elementos que dificultan el acercamiento y la comprensión con los demás y
con el mundo.
Sucede a menudo que nos enredamos en y con las palabras y
quedamos atrapados en ellas, en una especie de laberinto sin salida. Ocurre,
así mismo, que nos sirven como excusa o justificación para permanecer en ellas,
con el consiguiente alejamiento/extrañamiento de la realidad.
Pero las palabras también y fundamentalmente tienen
esa función excelsa y maravillosa de convertirse en el instrumento supremo que
nos permite, a su través, conocer/nos y entender/nos, y, en definitiva,
conectarnos con el mundo real. Esta operación se realiza de forma un tanto
paradójica, ya que las palabras no son más que unos símbolos que nos aproximan
a la realidad. Esta transmutación de lo simbólico a lo real se produce de forma
natural, sin darnos cuenta que esto sucede. Lo cual hace caer en la cuenta de
que el mundo de lo simbólico, si no se convierte en principio y fin de sí
mismo, si se referencia al mundo de lo real, es decir, si se tiene presente lo
referenciado como lo preeminente y como el objetivo básico, da como resultado
una alquimia prodigiosa y profundamente fértil: es mediante unos
símbolos/palabras como podemos establecer los lazos de conexión con la
realidad, conocerla y modificarla y, por ende, conocernos y transformarnos,
haciéndonos solidarios con ella, ya que tras su “comprensión” no es posible concluir
otra cosa que es la base y la matriz en la que nos sustentamos y que nos
sustenta, lo sepamos o no.
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