La lucha del hombre contra el tiempo, o, por mejor decir,
por controlar y hacerse con el tiempo, es tarea de dioses, que deviene en
esfuerzo estéril y frustración.
Posiblemente, el paso del tiempo, la conciencia de ser
limitado, la aproximación al final, sea algo inexcusable y fundamental en
cualquier reflexión del hombre sobre su acontecer en el mundo y la vida, al
menos en esta vida. Pero no por ello, por saber que es una batalla con
garantía de derrota de antemano, es posible dejarlo de lado o banalizarlo. Al
contrario, se trata de conseguir esa lucidez mínima que viene dada desde la
aceptación ante lo inevitable, pero también desde la comprensión de un aspecto
nuclear, que permite vivir de manera más plena y más auténtica, a partir de
asumir las reglas del juego innegociables sobre lo que representa el
vivir.
La vida y la muerte son las dos caras de una misma moneda,
de tal modo que el valor de cada una de ellas se sustenta en la otra, en una
relación estructural de dependencia mutua. El valor que le damos a la vida, a
la vida humana, viene dado por su finitud, por la certeza de su carácter
efímero. De igual manera, la muerte adquiere su enorme importancia desde el
valor que asignamos a la vida.
Ahora bien, ¿es posible abordar este tema sin la angustia
asociada que suele implicar?. Responder a ello no es tarea fácil ni breve, ni siquiera sé si resulta factible.
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