El
pasado se arrastra como un fardo pesado que dificulta el movimiento. Los
fantasmas y las realidades se cargan a la espalda y nos doblan el espinazo.
Basta
de pasarse la vida sopesando qué es lo correcto y lo incorrecto, qué está bien
y qué está mal. La narración siempre es la misma porque somos prisioneros del
constante cotejo de lo que hay y de lo que podría haber, de lo hecho y lo
omitido, de lo que se tiene y se podría tener; en último término de lo que se
es y de lo que se podría ser, o, más exactamente, de lo que se podría haber
sido.
Éste
es un proceso estéril, que no conduce a ninguna parte. Y es así porque se ha
partido de premisas inciertas, como que hay un puzzle por construir, cuando lo
que sucede en realidad es que nunca se acaba de configurar, siempre faltan
piezas. O tal vez no exista ningún puzzle, tan sólo sea resultado de una visión
racionalista de las cosas.
Todo
esto deja un poso permanente de falsedad, de inautenticidad, de estar en un
doble plano (uno real y otro falso). Pero esto también responde a la necesidad
de acudir a las “tablas de la ley sagrada” para verificar el grado de
cumplimiento de nuestras vidas con relación a lo que hay que hacer, a lo que se
debe hacer, a lo preasignado desde instancias que se nos escapan.
El
sentimiento de pérdida es aún más fuerte debido a que sentimos que con lo
perdido se nos pierde una parte de nosotros. De nuevo está la historia, nuestro
pasado; y más que la historia, la vivencia y nuestro mirar hacia atrás que siempre tiene mucho de fabulación.
En
fin.
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