Se aproxima la Navidad y entramos en ese tiempo muerto en el que parece que todo se para o el mundo se vuelve distinto.
Esto de los momentos del año, que son "rito de paso", como dicen los antropólogos, que sirven para darnos un respiro o entrar en la ritualización de un "tiempo nuevo", sin duda tienen una función social, con independencia de cual sea el clima social que impere y como ande la Bolsa en esos momentos, o como estén nuestros bolsillos.
Por seguir recordando cosas de la antropología, recordaré que el rito es la actualización del mito. Y, sin duda, la Navidad es un momento, un tiempo social, que se caracteriza por estar cargada de ritos.
Ritos que afectan a nuestros cambios de hábitos en estas fechas: comidas y cenas de trabajo, con amigos, con conocidos que habitualmente no vemos, etc. Propensión a consumir: cosas (en forma de regalos), alimentos (es momento de comer más y comer otros alimentos, siempre que la economía lo permita), afectos (hay que estar con los tuyos, te guste o no), estados de ánimo (alegría o melancolía y tristeza, depende de la situación de cada cual), etc.
Es un período marcado por cierta tendencia al exceso, a sentir que hay que vivir estos días con intensidad, a socializarse por todo lo que no te has socializado durante el resto del año, a vivir a la familia, a los amigos, a los compañeros de trabajo y a los conocidos, de un modo más próximo.
Por supuesto que, además de las prácticas sociales, estos días tienen un significado religioso para los cristianos. Lo de además es una incorrección mía, pues pareciera que es algo subordinado o un efecto colateral; siendo, por el contrario, su sentido religioso el origen y señas de identidad de la Navidad. Aunque es cierto que casi todas las celebraciones y fiestas existentes tienen un motivo sagrado. Es más, aquellas que no lo tienen, si nos fijamos con detenimiento lo que se celebra, es porque se ha impregnado de una cierta sacralidad eso profano que es digno de un tiempo especial.
Y así, ocurre de nuevo que estamos en una nueva Navidad, repitiendo ritos, actualizando mitos, entrando en un nuevo tiempo muerto, "tiempo sacro", tiempo festivo, que sirve, al margen, o además, de su sentido religioso, para cambiar hábitos, romper inercias, reencontrar espacios externos e internos que en la vorágine diaria pueden estar medio fosilizados y, que no falte, la llegada de las promesas para el futuro.
Es curioso esto, porque aunque luego no hagamos nada de lo que nos prometemos hacer, sin duda tiene un cierto efecto catártico, tanto social como personal, y opera como desintoxicación de todos aquellos tóxicos que llevamos incorporados en nuestra vida cotidiana. Es como una cierta forma de sentir que ponemos el contador a cero. Y, claro, aunque luego sigamos con lo de siempre, al menos por un tiempo hemos sentido la ilusión de cambio en nuestras vidas, lo cual ya tiene en sí mismo un cierto efecto balsámico y de desahogo. Vamos, que aporta sensación de ingravidez.
A mí me gustaría que fuese una Navidad que llegase a todo el mundo, que realmente significase un cambio, para bien, por supuesto, que nos permitiera echar al cubo de la basura todo lo que nos llega de amargura y de sufrimiento, que desechásemos de nuestras vidas y nuestro entorno la desconfianza y fuésemos más próximos con nuestros próximos, pero no desde un sentimiento obligado o impostado, sino desde el convencimiento de que es lo mejor para mí y para el otro, de que mirásemos nuestros miedos con menos miedo, de que rompiésemos clichés y estereotipos que tenemos en nuestro mundo de confort, que hace que sea tan poco confortable en realidad (aunque no lo sepamos). En definitiva, que este período de tránsito, que implica cualquier "tiempo de paso", fuese un momento para iniciar un cambio real en lo personal y en lo social.
Bueno, ya sé que esto pertenece al mundo de los sueños. Pero soñar, al menos soñar, aún es gratis.
Feliz Navidad.
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