La naturaleza de las cosas parece estar oculta, a resguardo de poder
ser observada y conocida. Lo que se nos muestra es su aspecto externo, su
superficie, su “apariencia”. Pero lo mostrado no permite ver el entramado que
lo sustenta, si acaso posibilita intuirlo, aproximarse de forma táctil, conocer
sus zonas rugosas y sus zonas suaves, sentir sus formas sinuosas.
Pero, a pesar
de todo ello, es posible captar lo que subyace, lo que está latente, lo que da
consistencia y posibilita, por ende, su existencia, su ser real. Para poder
conseguirlo es necesario utilizar el método adecuado que abra lo que está
cerrado, que destape lo tapado, que llegue al espacio inaccesible.
Tal vez no sea necesario todo esto. Puede que lo único que exista es
lo que vemos: su apariencia/presencia; es posible que la naturaleza que lo
constituye esté justamente en la forma en que se presenta, que ella misma sea
contenido y continente, forma y fondo, cualidad y cantidad.
Es difícil saber y conocer la urdimbre de lo real, los procesos constitutivos de la existencia. Seguramente es tarea de
dioses y no de humanos llevar a cabo tal fin. Posiblemente, pretender tal cosa
no es ya producto de la curiosidad innata en el ser humano, sino, más bien,
consecuencia de la soberbia omnipotente que se ha ido instalando en la
conciencia y en el corazón del hombre.
De
cualquier forma, tanto ontogenética como filogenéticamente, el ser humano ha
estado y está necesitado de formularse preguntas acerca de la ultimidad de la
realidad que lo circunda y que lo constituye, y de encontrar respuesta a todo
ello. Proceso éste inabordable pero, a su vez, inherente a su ser y estar en el
mundo.
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