COSAS QUE PASAN
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5/1/19

Perplejidad y desconcierto (escrito en 1997)

La perplejidad y el desconcierto son características que acompañan el sentir de los seres humanos en este final de siglo. Se pueden aducir múltiples razones que explicarían el por qué de esto. Las distintas disciplinas de las llamadas ciencias sociales aportarían su marco explicativo desde sus distintos puntos de aproximación. Todas conectarían con una parcela de la realidad y sus aportaciones serían plausibles por reveladoras, aunque sus conclusiones difiriesen unas de otras debido a que su objeto de análisis corresponde a un fragmento, a veces muy pequeño, distinto entre ellas, de ese todo que llamamos realidad.

Por aquí empiezan los problemas básicos, constitutivos de nuestro mundo moderno, cuales son la fragmentación de lo real en esferas y áreas, sobre las cuales se aplica una determinada “racionalidad” que es operante sobre las mismas, pero ineficaz en todo punto a la hora de dotar de razones a ese continuum que es lo que configura eso que venimos llamando realidad.

Esta fragmentación y parcelación presentes en el mundo científico, que ha sido y es su modus operandi, inunda otros ámbitos, fuera de la ciencia, y constituye un sistema de pensamiento plenamente hegemónico, que intenta, desde ahí, dotar de sentido y dar valor al conjunto de aspectos que configura nuestro mundo. Obviamente ello se torna en tarea harto imposible, ya que los criterios utilizados para las partes no funcionan con respecto al todo. Se podría decir que es “irreal” pretender que ello sea fructífero, ya que existe una distorsión previa y fundante sobre la percepción de ese Todo acuñado bajo el morfema real-idad.

Pero la perplejidad y el desconcierto, siendo la razón aludida anteriormente una de las principales, sino la principal, también surgen como consecuencia del inicio de fractura de los campos de sentido que hasta ahora han venido otorgando las distintas ramas de las ciencias sociales, haciendo que su grado de operatividad empiece a estar cuestionado. Es decir, el camino seguido ha sido fructífero dentro de unos parámetros sociales, económicos, culturales, etc., pero en estos momentos deviene la obsolescencia al no poder dar respuesta-razón  acerca del mundo en el que estamos inmersos, no sabiendo si quiera la urdimbre que lo constituye en este final de milenio.

Otro elemento importante que está presente en esa perplejidad y desconcierto que siente el ser humano tiene que ver con la complejización de la sociedad actual en la que habita y la falta de respuesta-explicación que se puede dar en estos momentos. Dicha complejización actúa en varios sentidos. Por un lado, el entramado social, su estructura y los elementos que la constituyen, son bien distintos de los que existían hace relativamente poco tiempo. Los modelos interpretativos tradicionales ya no sirven. Esto es debido a que las relaciones micro y macro-sociales han variado. El papel de la comunicación, su desarrollo, es responsable en buena medida de ello. Además, las variables que constituyen el nuevo marco han dinamitado las fórmulas que permitían realizar estudios prospectivos (hoy existen más variables que fórmulas para resolverlas). Esto también es debido al constante cambio que se produce en los distintos campos de la sociedad: lo que hoy sucede en los distintos ámbitos (económico, político, social, laboral, etc.) puede ser muy diferente mañana, lo cual dificulta enormemente el encontrar modelos explicativos ante una realidad tan dinámica y poco previsible.

Pero por debajo y por encima de todo lo que aquí se viene exponiendo, hay un problema que late en el fondo de toda esta cuestión y que tiene que ver con eso que se ha denominado modernidad, y que se ha ido constituyendo sobre un universo de sentido a lo largo de los últimos siglos. El vértice básico sobre el que se ha asentado ha sido sobre la idea de la emancipación del sujeto a través de la herramienta de la Razón. Herramienta que abre las puertas al conocimiento y al control de lo real, y por tanto elimina elementos de incertidumbre en las vidas de los individuos. Esta ha sido la ideología fundante sobre la que se ha asentado no sólo el desarrollo científico sino también el mundo axiológico y experiencial de los seres humanos, al menos en Occidente. Las dificultades empiezan a surgir cuando esta Razón ya no puede explicar la nueva realidad existente, cuando en su nombre la humanidad ha cometido todo tipo de barbaries, y cuando se empieza a vislumbrar que ésta obedece a un tipo de razón, no la única,  que llevada a sus últimas consecuencias se torna en una ideología deshumanizadora y que aplasta a la persona.

La irrupción y desarrollo del mundo moderno se ha constituido bajo la idea de Progreso. Sin duda esto ha sido así en muchos ámbitos: el científico-técnico, la mejora en las condiciones de salud e higiene, el crecimiento en las expectativas de tiempo y calidad de vida, el acceso a mejores y mayores niveles de confort social, el desarrollo de los transportes que ha permitido acortar la distancia entre los pueblos, el reconocimiento del individuo como sujeto de derecho, etc.; al menos esto ha sido válido para gran parte del mundo occidental. Pero, el Progreso a medida que se ha ido conformando como ideología, con la pretensión, como toda ideología, de abarcar la totalidad de los ámbitos sociales, ha generado un proceso de expectativas ilimitado en los seres humanos que ha desnaturalizado la misma idea que lo constituyó y ha alejado/enajenado al individuo de su “ser” y de su “mismidad”.

En este fin de siglo y de milenio el hombre anda tras la búsqueda de “algo” que no sabe lo que es. Esto provoca desazón e incrementa exponencialmente la sensación de inseguridad, presente siempre en alguna medida en el decurso de la vida humana en cualquier época.

Pero, volviendo al tema de la Razón, hay que señalar dos aspectos importantes que han hecho de Ésta una idea desvirtuada en la actualidad.

El primero hace referencia al paso dado en el transcurso de los años de la primacía de la Razón, como instrumento para entender y modificar la realidad, pero operando dentro de ella y, por tanto, manteniéndose en los parámetros de mesura y discreción necesarios para obtener tal fin, al surgimiento del racionalismo que, siendo constituyente y constituido en visión del mundo, en formación de ideologemas, por este carácter que lo define, participa básicamente de un planteamiento idealista, con lo que se aleja de la capacidad para captar y modificar el mundo de lo real.

El segundo aspecto guarda relación con la intermediación cada vez mayor entre sujeto y objeto de elementos simbólicos. La presencia que está adquiriendo en los últimos tiempos el mundo de lo simbólico como forma de aproximación y, por tanto, de relación con lo otro/los otros, proveniente muy fundamentalmente del campo de la comunicación y del discurso generado en el seno de la sociedad de consumo, está provocando una perversión en los procesos cognitivos y valorativos de los individuos con respecto a la realidad en que viven. Dicha perversión hace que los sujetos se muevan, actúen y se relacionen no por el valor y significado que tengan y den a las cosas, sino por el valor simbólico que posean éstas socialmente; es decir, por el valor asignado (valor de cambio) en el juego de representaciones sociales que se ha ido incorporando al imaginario colectivo.

El problema, por tanto, no está en esa intermediación simbólica, que es un hecho consustancial al ser del hombre, sino que lo que básica y, a veces, únicamente, se percibe no es lo objetal sino la representación simbólica, conformada y legitimada desde el discurso social dominante, de dicho objeto.
En definitiva, este proceso está marcando muy profundamente este extrañamiento que siente hoy día el sujeto ante el mundo en el que vive.

El hombre se siente desazonado pero muchas veces no sabe el por qué, y cuando lo sabe se encuentra impotente para modificar aquello que es causa de su desasosiego. Este sentimiento de impotencia es otra de las características que acompañan al hombre actual. La impotencia opera no desde bases “reales” sino desde todo el entramado que se ha venido señalando anteriormente. El sujeto puede luchar y actuar en el plano de lo real, pero su lucha se convierte en permanente derrota cuando su punto de mira no es la realidad sino el mundo de lo simbólico y, por tanto, el mundo de lo fantasmagórico. Es imposible solucionar/derrotar a algo que carece de sustancia y de consistencia en sí mismo.

Desenmascarar y desentrañar esta situación es sin duda tarea arduo compleja, sobre todo cuando faltan herramientas y modelos desde donde poder hacerlo, o las que hay son incompletas o se han quedado obsoletas, pero es importante conocer como opera en los individuos todo este proceso; es decir, como se percibe y valora desde sus vidas cotidianas esta desorientación en la que se encuentra el hombre actual. 

5/12/13

Razón vs. realidad

La modernidad inaugura la escisión en una dualidad semántica: Dios-hombre, razón-fe, Estado-sociedad, sagrado-profano, real-imaginario, mundo material-mundo simbólico, consciente-inconsciente, individuo-sociedad, naturaleza-cultura, yo-el otro, ciencia-magia, determinación-indeterminación, ciencia-arte, real-ideal, sujeto-objeto...


El decurso de la modernidad ahonda en los pares semánticos. Su proceso se va configurando en un sistema que genera contradicciones importantes entre los ámbitos del pensar y del actuar, de manera que existe una fractura entre ambos cuya sutura se realiza, en gran medida, mediante el extrañamiento de lo real: el hombre accede a lo real básicamente desde el ámbito del pensar y no desde el experiencial. Esto es así debido a la preeminencia de lo simbólico sobre lo real.

Esta dualidad, sobre la que se han asentado las bases de nuestro mundo moderno, y todos los post que le queramos añadir, es la matriz de nuestra forma  de percibir, entender, interpretar y relacionarnos con la realidad y con nosotros mismos. Sobre ella se genera una grieta que no podemos suturar, ya que es la razón la herramienta que utilizamos para intentar hacerlo, y es esa razón la que alimenta, en su seno, la propia escisión.

Abordar y solucionar esto no es ni tarea fácil ni tiene corto recorrido. Pero, mientras llega la solución, es conveniente ser consciente al menos de que esa dualidad pertenece a nuestro abordaje del proceso de percibir y conocer, tal y como hoy lo hacemos, no al plano de eso que llamamos realidad.

3/4/13

CUANDO SE ADENTRA EL OTOÑO




El mundo que conozco, en el que he nacido, crecido y ya empiezo a mirar desde “el otro lado del tapiz”, está construido básicamente por pares semánticos (bueno/malo, bello/feo, verdadero/falso, justo/injusto, etc), los cuales otorgan una forma de percibir, entender e interpretar la realidad dentro de una estructura determinada, que sin duda tiene la ambivalencia de que es fecunda, por cuanto permite tener una forma de aproximarse a ella y de dotarla de un sentido, y a la vez es limitada, por mor de sus características concretas, sin olvidar que toda forma de conocimiento es en sí misma limitada. Pero lo relevante para mí no es solo esto, lo es más el hecho de que todo esto deviene en una forma de hacer y
actuar.

Cuando los orientales hablan de que el camino del conocimiento y la sabiduría pasa por la destrucción del yo (del ego) y lo traducimos en nuestros esquemas occidentales, confundimos esta destrucción del yo con destruirme yo, o al menos nos resulta complicado vislumbrar que una y otra cosa no tienen nada que ver.

Hago alusión a este ejemplo que ahora viene a mi memoria, por la dificultad y los límites que nos impone tener una manera, o por mejor decir, una estructura, de ver y mirar el mundo, lo cual es inherente a cualquier cultura y a la propia condición humana, tanto de una perspectiva filogenética como ontogenética.

Ahora bien, tener conciencia del límite (cultural, lingüístico, social y personal), no implica que no sea posible conocer; lo que sí implica es que todo conocimiento está basado en una traducción, en una metaforización de eso que llamamos lo real. Pero precisamente esa conciencia de límite nos permite ver, al menos intuir, que lo que está más allá, aquello a lo que no tenemos acceso, es eso que muchos autores han denominado el misterio.

A estas alturas de mi vida, cuando ya no miro hacia delante, o al menos mi mirada adelante está constreñida por un tiempo corto, cuando miro lo que he vivido, conocido y experimentado, es cuando puedo entender, al menos de manera vaga e intuitiva, algunos aspectos fundamentales de lo que es esto del vivir y del sentido que para mí tiene la vida. Sin embargo, esta mirada no está exenta de capacidad de sorpresa. En absoluto. Aún mantengo esa mirada que espera que la vida me sorprenda. Es esa parte de niño que todos llevamos dentro, incluso en el otoño de nuestro ciclo vital, la que me hace sentirme vivo y con ganas de seguir sintiéndome explorador. Tal vez, de una manera más calmada, menos explosiva, con paso más lento, pero no menos intensa.



Por otro lado, los años hacen que entienda mejor que la vida es simultáneamente constante cambio y  permanencia. Este par semántico no se muestra como cuestiones antitéticas, sino como realidades que se dan a la vez como ejes que sustancian y vertebran el vivir. La vida es un proceso caracterizado por su constante dinamismo, si no hay movimiento no hay vida, pero es un movimiento atravesado por una permanencia, la cual guarda una relación muy directa con eso que llamamos identidad, o si se me permite la extrapolación tal vez algo pretenciosa, lo que en la filosofía llaman el ser.